Se
sentó en un rincón, con la cabeza entre las piernas, abrazándose a sí misma. Su
intención no era llorar allí, pero no pudo controlar el nudo que surgió de su
estómago y recorrió su garganta, como una protesta a su intento de ocultar sus
sentimientos.
Una
a una, las lágrimas fueron cayendo, deslizándose por sus mejillas hasta
encontrarse con el precipicio que formaba su mandíbula, ahí caían y se perdían.
Se sentía a morir. Con su órgano más preciado malherido. ¿Y cómo pueden dañar
los sentimientos un órgano? Pues lo habían hecho, igual que si hubieran abierto
su pecho y hubieran estrujado su corazón. Cada grito que él le pegaba, cada
palabra hiriente que salía de su boca, fuera intencionada o no, le dolía. Cada
discusión, cada pelea tonta, sobre todo sus gestos, las muecas que hacia su
rostro, le quería y por eso le dolía tanto cuando la trataba de esa manera.
Tenía
claro que eran solo pequeños desacuerdos, palabras dichas sin pararse a pensar,
por el cabreo del momento. Ella también le gritaba a él, y al momento se
arrepentía. Era algo tan confuso, como la sacaba de quicio, acababa con su
paciencia y mataba el autocontrol. Con él perdía los nervios. Un momento antes
se comían a besos y al siguiente se estaban gritando.
Por
suerte eso no sucedía muy a menudo, supuso que por eso le afectaba tanto cuando
pasaba.

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