sábado, 5 de abril de 2014

Cigarros.



Como solía hacer entre las cinco y diecisiete, o a veces, i dieciocho, cuatro calles largas antes de llegar a su casa, Leonela se rebuscó en cada uno de los bolsillos de aquella amplia chaqueta,- esas eran dos de sus múltiples carencias; llevar ropa demasiado ancha y perder las cosas- hasta dar con aquel paquete arrugado que llevaba encima a todos sitios. Ya no se podían apreciar las palabras: Malboro, en el dorso, pero de todas formas aun contenía algunos cigarrillos. Para ser exactos, tres –rotos y magullados- .Se encendió uno –maldiciendo por dentro a la nicotina-  y se lo llevó a la boca a la vez que se sentaba en un banco solitario– y graffiteado por alguien llamado Street - dejando caer la mochila que había estado cargando todo el peso de la educación –y eso era mucho peso- en su hombro derecho y sintió un profundo alivió. Se abrazó las piernas, se colocó un mechón rebelde detrás de la oreja –llena de aros y pendientes- y observó cómo se consumía el cigarro que tenía entre los dedos índice y corazón.
Tenía pensado seguir dejando pasar las horas sin más, porque sencillamente no tenía nada mejor que hacer. En cuanto llegara a su casa, tiraría la mochila al suelo, se desearía del molesto sujetador, se pondría su pijama cómodo y agujereado, se dejaría caer en el sofá con un libro y los auriculares -enfundados en las orejas por un lado y conectados al móvil por el otro-.  Leería hasta que se hartase. Entonces cogería el ordenador y se debatiría entre ver una película o una serie de televisión británica, o los dos. No importaba, viera lo que viera, la mantendría despierta hasta altas horas de la madrugada.
Fue entonces cuando volvió a sentirlo. Era un vacío inmenso, se sentía bacía en todos los sentidos, pero sin ninguna razón aparente.

-Hey!

 Una voz la sacó de repente de sus cavilaciones.  Leonela apartó la vista del punto muerto al que miraba y la clavó en aquella chica menuda y rubia que le sonreía.
Una enorme  raya de ojos negra le cubría los parpados superiores y se había recogido el pelo, al parecer liso, en un moño justo en medio de la cabeza. Algunos mechones de la parte inferior se escapaban del recogido y le caían por alrededor.
La observó hasta que ella volvió hablar.

-¿Tienes un cigarro?

Leonela miró el cigarro que sostenía en la mano, se preguntó si tenía suficiente dinero para comprar más. Se preguntó si tenía algún motivo para regalar a esa desconocida un cigarro.
 Hizo una pequeña pausa y finalmente respondió:

-No.

La chica asintió sin parecer nada decepcionada y se dio la vuelta dispuesta a marcharse.
La mochila negra que llevaba colgada a la espalda, de las dos asas, estaba agujereada y llena de chapas de grupos, los cuales no estaban muy de moda ahora.
A Leonela le pareció una chica extraña sin embargo un momentáneo pensamiento le cruzó la mente.

-He!- gritó.

Hacia bastante tiempo que no compraba cigarros, se había dedicado a robárselos a su madre, que  - quizás como ella- tenía un serio problema de adicción.

-Toma -le lanzó el paquete y ella lo cogió al vuelo con unos buenos reflejos.

La chica sonrió de oreja a oreja, mostrando sus dientes  --no del todo alineados pero que se disimulaban bastante bien-.
Lejos de coger el cigarro y marcharse, se quitó la mochila y la dejó caer en el banco, justo después, se sentó. Leonela quiso decirle que aquello no había sido una invitación, pero se limitó a pensar que ya se iría. Echó la mirada al frente y pegó otra calada dejando escapar el humo por la nariz.
Pasados unos minutos, no pudo evitarlo, sus ojos casi sin que Leonela tuviera control sobre ellos, se posaron en aquella chica. Observó cada detalle de aquel rostro (cara redonda, nariz respingona, barbilla resultona ,mejillas carnosas, labios finos) intentado buscar aquella imperfección que poseía todo el mundo, sin encontrarla.
 Si estuviera contemplando una fotografía en vez de una persona de carne y hueso hubiera dejado escapar un resoplido irónico y después la frase: Con pothoshop yo también estoy así de buena. Pero lo cierto era que esa chica estaba ahí, a su lado y la envidió.
Había cruzado las piernas y se había acomodado para cuando habló:

-¿Piensas ir a la manifestación? - le preguntó, como quien no quiere la cosa, como si Leonela tuviera 
idea de que hablaba.

La miró confusa.

-¿Qué manifestación?

La chica sonrió, parecía que le divertía el desconcierto que abarcaba el rostro de Leonela.

-Esa que explicaba el profesor mientras tú dormías- se burló mientras dejaba escapar el humo echando la cabeza hacía atrás.

Leonela parpadeo aún más desconcertada ante el comentario.
¿Es que esa chica asistía alguna de sus materias? Intentó rememorar  antes de preguntarle pero por más que se exprimía el cerebro no conseguía recordarla.

-¿Perdona?- dijo- ¿A qué clase vas conmigo?

La chica entonces la miró, osciló, supuso que intentando adivinar si le estaba tomando el pelo. Finalmente se dio cuenta de que hablaba enserio.

-Voy a tu clase de física y química.

-¿De veras?-se quedó pensativa.

La chica abrió la boca con una mueca de estupefacción y diversión que hizo alzarle las cejas y arrugar la frente.

-Es cierto! Me siento en la última fila, justo detrás de ti- replicó riendo.

Leonela frunció tanto las cejas que casi se tocaron.

-Cuando llego siempre estas dormida. ¿Cómo te duermes tan rápido?- siguió diciendo.

Entonces todo volvió a cobrar sentido para Leonela, la expresión de su cara se relajó, ató cabos. Posiblemente aquella chica llegara tarde, cuando Leonela ya se había acomodado en su asiento y orientado el rostro hacía la ventana.

-No estoy dormida- se limitó a contestar.

-¿No? Pues no te mueves en toda la hora.

Se encogió de hombros. Era una habilidad especial –y excéntrica- que tenía.
Hubo otra pausa, en la que Leonela se entretuvo absorbiendo lo último que quedaba del cigarro.

-Por cierto. Soy Abril- se presentó de repente y entonces se levantó y le dio un fugaz beso en la mejilla- encantada.

Aquel gesto le cogió tan desprevenida que el cigarro se quedó suspendido en el aire entre sus dedos, a unos centímetros de tocar los labios. El olor a vainilla que desprendía aquella chica alcanzó las fosas nasales de Leonela.
Se sintió tan incómoda que miraba a todas partes, menos a esa chica, se miró las uñas y rascó el poco esmalte que aun perduraba.
No volvieron hablar, hasta que Leonela decidió moverse y se puso de pie.

-Bueno, yo voy a ir…

-¿Vives hacía allá?- la interrumpió, señalando con un movimiento de cabeza la dirección correcta.

-Sí.

-Pues vamos entonces- y saltó al suelo con aquellas botas negras mal atadas.

Leonela sacaba unos cuantos centímetros aquella chica, lo justo para ser más alta pero no parecerlo.

-¿Vives hacia allá?- preguntó Leonela excéntrica.

-Si, justo antes de girar la esquina.

Aquella chica que parecía haber salido de la nada, resulta que vivía a dos porterías de la suya.

-¿Cómo no puedo haberte visto nunca antes?- dejó escapar con un tono hosco.

Abril no hizo más que sonreírle y encogerse de hombros como momentos antes ella había hecho.
Estuvieron todo el trayecto en silencio, Abril miraba hacía el frente, Leonela  hacía la izquierda -contemplaba los coches pasar como si aquello fuera una cosa interesante-. Se detuvieron cuando llegaron a una portería con el numero trescientos plateado en lo alto, con el último cero torcido.
Se miraron indecisas. Leonela no encontraba la manera adecuada de despedirse sin sobrepasarse de confianza o parecer demasiado distante.
Abril subió el escalón y se quedó allí parada, dándole la espalda a la puerta y sonriéndole a Leonela. Casi parecía que esperara algo, casi parecía que esperara un beso de despedida.
 Se le hizo incomodo mirarla mientras sus ojos verdes se movían de ella a sus botas y finalmente no pudo aguantarlo más.

-Adiós- le dijo alzando la mano , al fin y al cabo acaba de conocerla.

Se giró con la intención de marchar hacía su casa cuando Abril la llamó de nuevo.

-Espera!

Buscaba en el bolsillo pequeño de la mochila mientras se hacía a un lado para dejar pasar a una señora mayor con un carrito vacío.  Cuando sacó la mano sujetaba un paquete de tabaco de la misma marca que el de Leonela. Extrajo un cigarro y se lo lanzó.
Leonela lo cogió al vuelo, miró el cigarro y luego a la chica con una mueca de interrogación escrita en la cara.

-¿Tenías cigarros?

-Siempre llevo alguno en cima- dijo y se escurrió dentro de la portería.

Leonela, sin dar crédito a la situación se guardó el cigarro y en el bolsillo y echó andar.

Era rara de cojones.

sábado, 4 de enero de 2014

Pecas.




El día se daba por terminado. Se apagaba, lenta pero inexorablemente, y ella lo estaba viendo con sus propios ojos, grandes y azulados, sin perderse el más mínimo detalle, casi sin parpadear si quiera. Vio como una a una las farolas se encendieron y alumbraron las calles. Vio como la gente volvía a sus casas, con las compras del día, o el penúltimo cigarro casi acabado entre los dedos. Vio cómo se despedían por hoy de sus seres queridos, quizás su novio, o un hermano, se alegajaban meando la mano en un gesto absurdo pero sonriendo y desaparecían tras el sonido de una puerta.  Vio como las nubes evaporaban, el sol se escondía y un manto negro cubría el cielo y entonces volvió a sentirlo. Era un vacío inmenso, se sentía bacía en todos los sentidos, pero sin ninguna razón aparente.

 No sabía cuánto tiempo llevaba sentada en aquel balcón, con los pies colgando en el abismo y con los calcetines azul marino hasta las rodillas, pero había consumido todos los cigarros del paquete de tabaco, y ella nunca había fumado. Al principio se lo llevó a los labios con un gesto dudoso, tocó aquel material esponjoso y le pareció inocente. Su primera bocanada le hizo toser, le dejó un sabor horrible, demasiado intenso. Su segundo intento fue mejor, sabía que se estaba llenando los pulmones de humo negro, pero no le importo. Al  décimo cigarro siguió odiando su sabor pero eso no le conllevo a dejarlo. Veía desaparecer el humo espeso en el cielo y era como hipnotizante. Adicción era la palabra correcta. 
       
A las diez de la noche, su habitación vibraba al ritmo de Birdy, con la música demasiado alta quizás para la gente, pero a ella aun le parecía que sonaba bajo, bajo para sus oídos, para su mente, para sus labios. Necesitaba escuchar esa canción por encima de cualquier palabra que saliera de su boca. Porque definitivamente, por muy bien que cantara ella, nadie igualaba la voz de esa artista. Y es cierto que hubiera quedado de maravilla un toca discos de donde fluyera la música, pero el hecho es que no tenía dinero para comprar uno, ni ganas para horrar, así que simplemente dejaba que los altavoces de última generación -con demasiados botones como para saber para que servía cada uno- hicieran el trabajo. Un trabajo impecable. Aquella música le hacía temblar el alma,  le hacían sentir aquella voz melodiosa y aguda tan cerca como si le estuvieran susurrando en la oreja. And you say that it's alright, and I know that it’s a lie, from the black in your eyes. Decía y entonces ella lloraba. Dejaba correr las lágrimas tintadas de negro -a causa del rímel que llevaba puesto- por sus mejillas hasta precipitarse por el abismo que formaba su mandíbula. Caían y se perdían así como ella lo estaba. Completamente perdida.


En un  momento dado dejó de balancear los pies. El eje de la tierra dejó de girar. Fue en ese momento cuando acabó la canción y un profundo silenció envolvió la estancia. Un silencio que no debería estar ahí, ella era de las personas que opinaban que una canción debía seguir después de otra, sin pausa, sin algo que las diferenciara. Pero las pausas siempre estaban ahí y entonces lo entendió. Vivía sumida en una absurda monotonía. Su vida era una rutina constante, cada día era una rutina. Como un disco que  suena desde el principio hasta la final, con sus correspondientes pausas, pero que su final no es el verdadero final, porque luego vuelve a repetirse de nuevo. Era tan aburrido que le entraban ganas de suicidarse. ¿Qué estaba haciendo con su vida? ¿Con su día a día? ¿Dónde estaban las cosas que ella quería? Ella tenía que aguantar charlas sobre las x y Alfonso II que no le importaban una mierda, únicamente porque no tenía cosas lo bastante emocionantes como para divagar en las clases aburridas.  No había hecho nunca campana porque no tenía un sitio secreto a donde ir, ni una persona que le acompañara, ni siquiera un perro ni un gato. Nada. Había sentido el poder del amor una vez, y había sido una experiencia espeluznante. Siempre había pensado que las 15 pecas contadas que tenía sobre los pómulos y parte de la nariz alejaba a los chicos, y a las chicas también. La gente normal tiene pecas o no tiene.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Historias.

La estancia se encontraba en una casi completa oscuridad, exceptuando la débil luz que emitía la pantalla del ordenador y que reflejaba a duras penas los rasgos de sus rostros. No podían ver el color de sus ojos, ni siquiera si se paraban a mirarse detenidamente, pero no les hacía falta verlo, porque lo recordaban tan nítidamente como si los tuvieran delante. Era algo que hacían constantemente: mirarse. Incluso recordaban el brillo que emitían, cuando acompañaban una sonrisa.
Estaban cerca el uno del el otro, con los hombros pegados, queriendo notar la proximidad de sus cuerpos. Era algo que les hacía sentir seguros, fuertes, queridos más que otra cosa. Los dos habían ansiado eso por mucho tiempo, y ahora lo tenían ahí, tan solo les hacía falta alargar la mano para acariciarlo.
Se trataba de ver una película, para lo que yacían estirados en la cama con el ordenador encima de las piernas; una película de amor. Pero ninguno de los dos le prestó demasiada atención. Se dedicaban a escuchar el sonido de sus besos o la respiración acelerada. El latido de los corazones o los cortos suspiros. Se limitaban a sentir las caricias de sus dedos, el tacto suave de la piel, el sabor salado de sus labios a causa de las palomitas que comían en las pequeñas pausas.

Cuando se dieron cuenta se habían perdido más de la mitad de la película no obstante no se preocuparon, no le dieron la más mínima  importancia. ¿Para qué contemplar una historia de amor ajena  teniendo la suya propia?



También es amor.

Se sentó en un rincón, con la cabeza entre las piernas, abrazándose a sí misma. Su intención no era llorar allí, pero no pudo controlar el nudo que surgió de su estómago y recorrió su garganta, como una protesta a su intento de ocultar sus sentimientos.
Una a una, las lágrimas fueron cayendo, deslizándose por sus mejillas hasta encontrarse con el precipicio que formaba su mandíbula, ahí caían y se perdían. Se sentía a morir. Con su órgano más preciado malherido. ¿Y cómo pueden dañar los sentimientos un órgano? Pues lo habían hecho, igual que si hubieran abierto su pecho y hubieran estrujado su corazón. Cada grito que él le pegaba, cada palabra hiriente que salía de su boca, fuera intencionada o no, le dolía. Cada discusión, cada pelea tonta, sobre todo sus gestos, las muecas que hacia su rostro, le quería y por eso le dolía tanto cuando la trataba de esa manera.
Tenía claro que eran solo pequeños desacuerdos, palabras dichas sin pararse a pensar, por el cabreo del momento. Ella también le gritaba a él, y al momento se arrepentía. Era algo tan confuso, como la sacaba de quicio, acababa con su paciencia y mataba el autocontrol. Con él perdía los nervios. Un momento antes se comían a besos y al siguiente se estaban gritando.

Por suerte eso no sucedía muy a menudo, supuso que por eso le afectaba tanto cuando pasaba.




Soledad.

Es algo que le aterraba, que le hacía encogerle el pecho, sentir un vació profundo, pero aun así se miró en el espejo. Contempló su imagen, se obligó a ello.
Tenía los ojos pequeños, de un azul grisáceo, y vidriosos. -Era la única parte de su cuerpo que no le desagradaba demasiado- Debajo se dibujaban unas grandes ojeras casi negras que reflejaban el agotamiento que llevaba encima. La nariz era, según ella, de proporciones demasiado grandes para su rostro. Estaba irritada por debajo y por los lados, con algunas pieles sueltas a causa de mocarse constantemente y esto la hacía aún más fea. Las mejillas eran carnosas y así le hacían una cara redonda, con una piel tan pálida, sin una pizca de color que casi podía compararse con la de un cadáver.  Tenía el pelo quemado, largo hasta los hombros, enredado, ahora recogido en una simple coleta mal hecha.
Aun llevaba el pijama puesto, no era un pijama de verdad, era una sencilla camiseta gris, vieja, de tirantes, arrapada a la figura que dejaba ver lo escuálida que estaba y el poco pecho que poseía. El pantalón corto de chándal dejaba a la vista los muslos fofos, sin signos de haberlos ejercitado durante años.
Por más que se esforzó no logró ver algo que le gustara, que le pareciera bello. Odio todo aquello.

 Refrenó el impulso de romper el espejo con su propio puño y ahogó un llanto con la mano, hincándose los dientes  hasta hacerse daño. Las lágrimas se derramaron igual por sus mejillas, el hueco en el pecho se expandió. Estuvo sollozando unos minutos hasta que se pudo controlar, se limpió las gotas de un manotazo, se llenó la cara de cosméticos, como para crear una careta con la que ocultarse, y salió del baño sonriendo.


Os confieso:
Comenzó hace más o menos dos años, cuando repetí curso y mis amigas me abandonaron. Ahora lo pienso y queda tan lejano que es como – bah, no tiene importancia- pero en su momento fue horrible. Yo era una niña feliz hasta aquel momento, nada me había amargado tanto hasta el punto de hundirme, pero aquello lo hizo. Que te abandonen en si ya es horrible, que te abandonen cuatro de las cinco mejores amigas que tenías es lo peor. Recuerdo haber llorado cada noche, de hecho creo que ha sido una de las épocas que más he llorado. No sé si fue a raíz de eso, o la sociedad o el maldito reflejo pero cada día que pasaba hundida me costaba más mirarme al espejo. Llegado a un punto, no me veía a mi si no a algo lleno de defectos. Llegados a un punto nada más mirarme lloraba, era sólo cuestión de segundos. Llegados a un punto no me miraba a los espejos, y eso me hacía llorar a un más porque no poder mirarte es muy triste.
Llegué a odiar la vida, a mí misma, a desear que no me despertara nunca. Y cada día que me levantaba era peor, no conseguía afrontar los días. Prefería estar vomitando en casa que salir de ella.
Así pasaban los días, aunque creo que nadie llegó a saber que me pasaba, mi autoestima estaba por los suelos pisoteada pero aun así conseguí ocultarlo bastante bien. Me limitaba a dejar pasar las horas y sonreír con lo que pudiera. Me sentía tan terriblemente sola… quizás debería haber hablado con alguien pero no lo hice.



sábado, 14 de diciembre de 2013

Se perdió.

Un día se perdió, sin un motivo aparente, sin ninguna razón, dejó de hacer las cosas que normalmente hacía, que debía hacer, que todo el mundo esperaba que hiciera. Dejó de comportarse como le decían, de importarle la gente, las cosas en general. No le encontró sentido a nada de lo que había hecho hasta ahora ¿Por qué se había dedicado a hacer eso que a ella no le agradaba en absoluto? Hasta ahora no se había parado a pensarlo, pero si lo pensaba nada tenía sentido. Así que dejo de moverse, simplemente se dedicaba a dejar pasar las horas sin preocuparse por nada. La gente le pedía las razones que provocaban ese comportamiento tan absurdo a su parecer, pero ella nunca sabía que decir, se encontró en esa situación sin más. A raíz de eso se quedó sola, las personas que habían estado a su lado decidieron apartarse, no llegó a entender muy bien el motivo pero le dolió de una manera tan descomunal que su mundo se volvió un agujero negro del cual no pudo salir. Las cosas que antes había visto con un color vivo se volvieron grisáceas, se destiñeron, dejó de ver sonrisas por todos lados, dejo  de sonreír, de buscar si quiera. Ella, toda ella, se volvió algo inerte, caminaba por caminar, dormía por dormir, comía por comer, respiraba por respirar, porque si por ella hubiera sido, habría dejado de vivir.